En busca del calentamiento global

por Mark Lynas,
traducción: Franco Cubell
Publicado originalmente en The Guardian
Traducción al español publicada en:
Milenio Diario, México D.F., 27 de marzo de 2004.

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Eran las navidades de 2001. Estaba con mis padres en su pequeña granja en Llangybi, el norte de Gales. Como es costumbre en mi familia, el proyector de transparencias había sido instalado y se habían iniciado las complejas negociaciones sobre la selección de las fotografías. Acordamos que serían las de Perú, y nos sentamos todos a revivir los recuerdos de 1979, cuando el puesto de geólogo de mi padre nos llevó a todos a Lima. En aquella época yo tenía sólo cinco años, pero todavía me acuerdo de todo.

Probablemente haya sido a causa de mi insistencia, pero la proyección comenzó con las fotografías tomadas por mi padre en Jacabamba, un solitario y remoto valle andino, adonde su expedición había permanecido casi un mes, en 1980, estudiando las rocas. Yo no estoy interesado en las rocas, eran los glaciares los que me llamaban la atención, las prístinas, apenas brillantes, nieves que cubrían el Valle Jacabamba donde la Cordillera Blanca, el grupo montañoso más alto de Perú, marcaba la columna vertebral de Sudamérica.

El proyector hizo un ruido al girar y llegó mi fotografía favorita. Un inmenso glaciar en forma de abanico emergía de un pequeño lago. Se podían ver los témpanos que flotaban sobre las aguas color gris pizarra luego de haberse desprendido del glaciar. Era espectacular. Mi padre hizo un comentario, él había amado ese lugar y jamás lo había olvidado.

“Podría no ser lo mismo ahora”, le advertí. El año anterior en una visita de montañismo a los Alpes, yo me había impresionado por la obvia rapidez con la que estaba retrocediendo el glaciar y había quedado fascinado por el calentamiento global, un proceso profundo que nuestra civilización parecía incapaz –o en extremo reacia– de prevenir.

Mi padre no estaba convencido. “A lo mejor –respondió–, pero ése era un hermoso y gran glaciar. Había avalanchas todo el tiempo.” Una vez, había caído al lago un gran trozo de témpano, causando olas gigantescas que se llevaron consigo el equipo de la expedición. “Sin embargo –susurró–, me pregunto cómo se verá ahora. A lo mejor ha cambiado.” Miré la hacia la pantalla y no dije nada. Pero ese momento marcó el inicio de un viaje de tres años que me llevaría a recorrer tres continentes en la búsqueda a menudo peligrosa de señales del calentamiento global.

Quedé pasmado por lo que encontré. Los cambios estaban por todas partes y la gente estaba desesperada por hablar y llamar la atención hacia su problema en un mundo que parecía estarse deshaciendo. Y, por supuesto, también seguí los pasos de mi padre a Perú, a fin de volver un día con mis propias fotografías y responder a su pregunta.

Estación Tuvalu, Pacífico Sur

Había estado en Tuvalu sólo dos días cuando apareció el primer charco de agua a un costado de la pequeña pista aérea; luego más charcos se unieron al primero. El mar se había colado repentinamente a través de los miles de pequeños agujeros de este atolón de lecho de coral. La gente se reunió para ver cómo corría el agua por los caminos, alrededor de las palmeras y por los jardines de las casas. En un lapso de una hora, en algunos lugares el agua nos llegaba a las rodillas. Había comenzado una de las inundaciones cada vez más regulares en Tuvalu. Algo similar sucede casi todos los inviernos en Venecia, pero esta ciudad tiene mil 600 millones de libras para gastar en un sistema de compuertas protectoras. Tuvalu es uno de los países más pequeños y desconocidos del mundo: 10 mil habitantes diseminados a través de nueve pequeños atolones de coral. Aquí, una elevación en el nivel del mar es una crisis de sobrevivencia nacional: muy poco de Tuvalu está a más de 20 pulgadas sobre el nivel del Pacífico, y su base de coral es tan porosa que no lo puede salvar ninguna acción de protección costera.

Según el profesor Patrick Nunn, geocientífico oceanógrafo de la Universidad del Pacífico Sur, en Fiji, los países de atolón, tales como Tuvalu, se volverán inhabitables en dos o tres décadas, y podrían desaparecer por completo a finales del siglo. Las súplicas para la reducción en la emisión de gases invernadero presentadas por una sucesión de primeros ministros de Tuvalu (y de otros pertenecientes a otros países compuestos por atolones, tales como Kiribati y las Maldivias) han sido ignoradas por otros países más poderosos. Los tuvaluanos tendrán que mudarse.

El primer grupo de evacuados, compuesto por 75 personas, emigró a Nueva Zelanda, a 2.000 millas al sur, el año pasado. Pero muchas de las personas de más edad dicen que se niegan a irse. Toaripi Lauti, el primer primer ministro de Tuvalu cuando este país se volvió independiente (fue una colonia británica hasta 1978), dijo: “Quiero que mis hijos estén a salvo. Yo les digo que emigren para que haya tuvaluanos viviendo en alguna parte. Pero yo me quiero quedar en esta isla. Me hundiré con Tuvalu”. Los funcionarios del gobierno están enojados a causa de la falta de respuesta de la comunidad internacional, y particularmente con la Administración Bush.

Paany Laupepa, un importante funcionario del Ministerio del Medio Ambiente, me dijo mientras estábamos sentados en una playa de arenas blancas: “Estamos en la línea frontal del cambio de clima y no hemos tenido ni la más mínima responsabilidad en ello. Los países industrializados causaron el problema, pero nosotros estamos sufriendo las consecuencias. La negación de Estados Unidos a firmar el Protocolo de Kioto afectará la seguridad y libertad de las generaciones futuras de tuvaluanos”.

Recientemente Tuvalu ha iniciado acciones legales para intentar obtener una compensación de los países que emiten la mayor parte de los gases invernadero. “¿Pero cómo se le pone un precio a todo un país que está siendo reubicado?”, pregunta Laupepa. “¿Cómo se saca el costo de toda una cultura que está siendo borrada del planeta?”

Estación Londres

Cualquiera que esperase experimentar el cambio de clima en Gran Bretaña el verano pasado, no tuvo que viajar demasiado lejos. Yo me encontré atorado en Londres durante el pico de la ola de calor, caminando por el Strand bajo tanta sombra como pudiera encontrar como alternativa apenas más fresca a tomar el Metro. Cuando se superó el récord, y el mercurio alcanzó los 38 grados centígrados en Gravesend, el 10 de agosto, fue casi un alivio. “A lo mejor ahora lo creerán”, pensé. Pero, otra vez, fueron presentados los rostros familiares en la televisión y se repitió el guión conocido: “Es sólo un ciclo”, “El mundo ya ha estado caliente antes”, “Aún no se puede juzgar”, etcétera.

Pero las cosas estaban cambiando: Gran Bretaña se asó por semanas y las negaciones rituales sonaban cada vez más huecas. Mientras, en el continente europeo, las cosechas morían en los campos, los bosques quedaban reducidos a cenizas por las tormentas de fuego y el saldo en muertes en Francia alcanzaría las 15 mil personas, en su mayoría viejos. Me maravillé ante la paradoja: había viajado alrededor del mundo en busca de los impactos del calentamiento global, y las temperaturas más altas que encontré se registraron en Gran Bretaña. Sí, hacía más calor que en Tuvalu, Perú, y hasta que en el Desierto de Gobi. Vale la pena señalar que aquellos que disputan el cambio de clima carecen de científicos conocidos entre sus filas. Todos los últimos modelos por computadora que muestran un clima más caliente, más estilo mediterráneo en el norte de Europa son absolutamente consistentes con lo que espera la ciencia en un futuro globalmente calentado. Sólo que parece estar sucediendo mucho más pronto de lo que todos habían predicho. Lo mismo pasa con las inundaciones. Las inundaciones de invierno se han vuelto mucho más comunes en todo el Reino Unido y, una vez más, los principales culpables son los cambios de clima. Una investigación hecha por el climatólogo Tim Osborn, de la Universidad de East Anglia, muestra una tendencia cada vez mayor a las lluvias copiosas en invierno durante décadas recientes. Para mí quedó resumido por Paul Hayes, dueño de un restaurante en la villa costera de Lower Lydbrook, en Gloucestershire. “Ya no tenemos invierno, tenemos temporada de lluvias”.

Miré por su ventana. Su jardín avanza hacia el sur 20 metros por día. Suena extremo hasta que lo comprende: en los años de 1990 en el centro de Inglaterra hacía 0.5 grados centígrados más que el promedio de calor entre los 60 y los 90, equivalente a un movimiento de 75 kilómetros hacia el norte de la zona climática, en 10 años. Las termitas han invadido al sur del país. Hay amenazas de enfermedades nuevas. Los nogales reverdecen dos semanas antes. Los azafranes florecen a mediados de enero, cuando deberían permanecer dormidos hasta marzo.

Las inundaciones de invierno y las sequías de verano (y las olas de calor) significan la extinción de muchas especies suburbanas y campesinas familiares. Los bosques de hayas de Chiltern podrían ser los primeros en seguir a los olmos hasta los libros de historia. Los robles también sufrirán. Las ganadoras serán las especies invasoras y adaptables tales como el sicómoro y el saucillo japonés. Y este invierno, a nuestra nostálgica manera, probablemente nos enviaremos tarjetas de gente cantando villancicos bajo la nieve.

Eso también es historia. No he visto un invierno verdaderamente nevado desde que me mudé a Oxford, hace siete años. Según los registros oficiales, seis de los diez últimos inviernos han carecido de nieve y la última nevada importante fue en 1985. En 1963, hubo nieve en el suelo de Oxford durante dos meses. Me sorprendería que eso sucediera de nuevo.

Estación Fairbanks, Alaska

Los apostadores, al igual que los científicos, tienen mucho interés en los registros de temperatura de Alaska. Cada invierno, la gente de Nenana, una pequeña ciudad justo al sudeste de Fairbanks, hace apuestas sobre el día, hora y minuto exactos en el que se quebrará el hielo del río de la ciudad. La tradición comenzó cuando los ingenieros del ferrocarril hicieron un fondo inicial de 800 dólares para el premio, en 1917. En 2000, la suma del premio había crecido hasta los 335 mil dólares, atrayendo a jugadores de toda Alaska y haciendo que los pobladores del lugar establecieran una vigilancia continua del río. La fecha promedio del inicio del deshielo de primavera es de ocho días menos que en 1920; Alaska tiene ahora una semana menos de invierno.

Los científicos de Alaska tienen pocas dudas de estar observando una aceleración rápida del calentamiento global en las altas latitudes de la Tierra. La mayor parte del interior del estado, incluyendo Fairbanks, solía ver cómo las temperaturas invernales alcanzaban los 40 y hasta los 50 grados centígrados bajo cero. En años recientes, hasta 20 grados centígrados bajo cero se han convertido en una rareza. El profesor Gunter Weller, climatólogo de la Universidad de Alaska, en Fairbanks, recuerda una fiesta de Año Nuevo, en 1968, a finales de su primer año en el lugar. “Puse una medida de escocés de muy buena calidad en un molde para hielos y lo dejé afuera; estaba congelado en media hora. Ahora sería imposible hacer eso.”

En promedio, dijo, las temperaturas invernales de Alaska han subido unos 6 grados centígrados en los 30 años pasados; también se han registrado promedios similares de calentamiento en gran parte del Ártico canadiense y siberiano.

Los efectos del derretimiento de los hielos eternos son impresionantes, aun cuando se observan desde un taxi en la ciudad de Fairbanks. Los caminos tienen ondulaciones nuevas y, en ocasiones, grandes grietas; los muros de contención estar doblados y deformados, las casas se ladean. Alaska invierte 35 millones de dólares al año en la reparación de los daños causados por el derretimiento de los hielos eternos. De alguna manera, Alaska sólo puede culparse a sí misma. Sus pozos petroleros producen cerca de un millón de barriles de crudo al día para ayudar a alimentar a los 200 millones de automóviles de Estados Unidos, cuyos escapes emiten los gases invernadero que están ocasionando el problema.

Los residentes inuit de Kaktovik, una aldea en las costas del Océano Ártico, personifican este conflicto entre causa y efecto. Por un lado lamentan el adelgazamiento de la capa de hielo del mar, ahora hay nuevos patrones de clima y menos animales para cazar. Por el otro, apoyan con entusiasmo a la industria petrolera debido a los empleos y dinero que ofrece.

En Kaktovik, cuando le pregunté a la gente sobre esta contradicción, sólo pudieron encogerse de hombros. Una mujer suspiró y dijo: “Todo lo que puedo decir es que Dios nos bendiga a todos”.

Estación Arrecife Gran Barrera

El cliché es cierto. Los arrecifes de coral son las “selvas de los océanos”. Siendo los ecosistemas marinos biológicamente más diversos de todos, los arrecifes tropicales contienen nueve millones de tipos diferentes de plantas y animales, incluyendo a un cuarto de todas las especies conocidas de peces marinos. Cuando caminé por la playa de la Isla Heron, en la punta sur del Arrecife Gran Barrera, las tortugas recién nacidas salían de las arenas y enormes bancos de sardinas teñían de café oscuro las aguas poco profundas. La Isla Heron parecía estar tan palpitantemente viva como sugerían los libros, pero su coral contaba una historia diferente.

Grandes secciones se han vuelto color blanco hueso, perdiendo los suaves verdes y cafés que son las marcas distintivas de un banco de coral saludable. Fui a bucear con el profesor Ove Hoegh-Guldberg, uno de los biólogos marinos más distinguidos del mundo, quien señaló cuáles corales habían muerto y cuáles aún se las podían arreglar para sobrevivir. Una vez fuera del agua, me explicó que el coral muere cuando las temperaturas del agua sobrepasan los niveles de tolerancia de los pólipos de coral, que entonces expulsan el alga que normalmente vive en lo profundo de sus cuerpos y les proporciona comida. Los corales pueden soportar la condición por unos pocos días, pero si el agua permanece demasiado caliente por mucho tiempo, entonces mueren en cantidades masivas.

Hoegh-Guldberg ha comenzado a ir más allá del matizado lenguaje de la ciencia; siente que la crisis es demasiado urgente. En u opinión, el coral muerto y moribundo probablemente constituye “el impacto humano más serio a un ecosistema de todos los tiempos, y ciertamente el más importante en al menos los últimos 2 mil años”. 1998 fue el año más desastroso hasta ahora, con grandes blanqueamientos y muertes de bancos tropicales desde el Caribe a las Maldivias, y un promedio de mortandad de 90 por ciento en algunas áreas. Hoegh-Guldberg estima que, en general, se ha destruido un sexto de los corales tropicales. “Si perdiésemos esa proporción de selvas en un año, la gente estaría gritando”, dijo.

Algunos de los corales que murieron en el Banco Gran Barrera tenían 700 años, evidencia de que lo que está sucediendo no tiene precedentes en al menos varios siglos. Y ante la posibilidad de que desastres a esta escala se conviertan en eventos anuales dentro de 20 o 30 años, tal vez las personas de Fiji tuvieron razón cuando me dijeron que estaban enseñando a sus hijos a bucear por los bancos de coral ahora, porque las generaciones futuras ya no tendrán oportunidad de hacerlo.

Estación Provincia Gansu, China

Tenemos un dicho”, me comentaba el doctor Zhang mientras estábamos en el lecho seco de un río cerca de la ciudad de Wuwei, “que dice que en esta región nueve de cada diez años traen sequías.” Miró las piedras y arena a su alrededor, a la sombra de un puente ahora superfluo. “Ahora son diez de cada diez años.”

Los seis ríos que rodean a Wuwei están secos. Hasta los ríos más importantes de China han dejado de ser lo que eran: el Río Amarillo, el segundo más grande después del Yangtze, no logra llegar al mar por más de seis meses al año. No lejos de Wuwei, dos desiertos se expanden uno hacia el otro. Zhang, funcionario del Departamento del Agua, los señaló mientras viajábamos hacia el este, por la ruta del viejo Camino de la Seda, hacia la antigua ciudad oasis de Mingin.

El lado izquierdo del camino ya era mayormente arena. Del lado derecho, más allá de una angosta franja de verde, las dunas del segundo desierto brillaban bajo el calor. Una vez que se unan, Mingin, antes una de las áreas agricultoras más productivas de China, quedará aislada. Según las cifras del gobierno, en China, más de 2.500 kilómetros cuadrados de tierra se convierten en desierto todos los años, ofreciendo combustible para las cada vez más fuertes tormentas de polvo que barren las planicies mongoles todas las primaveras, llegando a Beijing y el sur. Las tormentas de polvo de China pueden ser letales; en mayo de 1993 un “viento negro” dejó a 85 personas muertas, y la acción corrosiva del viento fue suficiente para levantar partes de los caminos empedrados.

Hablábamos de todo esto de una manera académica cuando Zhang repentinamente subió la ventanilla del coche. Una tormenta de polvo, la quinta de este año, estaba a punto de estallar. Podíamos ver a los campesinos, con sacos envueltos alrededor de sus cabezas, apurándose por los campos camino a sus casas. Un grupo de trabajadores que arreglaba un camino se cobijó detrás de una pared, con sus camisas envueltas sobre la cara. Luego el mundo a nuestro alrededor tomó un extraño brillo rojo, mientras el fuerte viento hacía volar la tierra de China por los aires.

Estación Huaraz, Perú

Mientras subía al Valle de Jacabamba, por el mismo camino que había tomado la expedición geológica de mi padre en 1980, mantuve las fotografías que él había tomado al alcance de la mano. Los glaciares de Perú tienen un papel vital en la hidrología del país, manteniendo los caudales de los ríos costeros fluyendo durante toda la temporada seca. Lima, que después de El Cairo es la ciudad desértica más grande del mundo, depende por completo del agua que baja por estas cordilleras.

El problema es que los glaciares se están derritiendo a un ritmo acelerado: según las mediciones científicas, el retiro de los glaciares es tres veces más rápido que antes de 1980. En los últimos 30 años, se han perdido 811 millones de metros cúbicos de agua (cerca de tres veces el volumen del Lago Windermere, el cuerpo de agua más grande de Inglaterra) de las reservas naturales de hielo sobre Lima. Una vez que desaparezcan estos glaciares, los ríos a los que alimentan, y las decenas de millones de gente que viven en esas líneas costeras se quedarán sin agua.

Tampoco es que éste sea un problema singular de Perú: en el subcontinente indio, medio millón de personas se enfrentan al mismo problema mientras los glaciares himalayos inician un retiro acelerado. Por ello sabía que habría un cambio, y que los glaciares de las fotografías de mi padre serían más pequeños casi con toda seguridad. Pero fue la magnitud del cambio lo que fue impresionante.

Cuando después de rodear una colina vi el mismo lugar que él había registrado en su transparencia dos décadas antes, casi me resultó imposible creer que no había habido algún tipo de equivocación. El enorme glaciar en forma de abanico había desaparecido por completo. Las orillas del lago ahora estaban marcadas por paredes de roca, y el lago mismo estaba crecido a causa del agua de deshielo extra. El área era apenas reconocible.

Fue con una gran tristeza en el corazón que puse mis transparencias en el proyector cuando regresé a Gales. Cuando la imagen apareció en la pantalla, mi padre se inclinó hacia adelante con una expresión de dolor. “Bendito Dios, no lo puedo creer. Ésa era toda la personalidad del lugar. Es muy triste.” Hizo una pausa, como para asimilarlo. “Es muy triste”, repitió.


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